jueves, 10 de abril de 2014

Capítulo 3.


                                           —3—
Ese martes salió hacia el hospital convencida de que llegaba el momento de contar a las chicas la parte de la historia que no conocían, pero le daba vergüenza. Fue muy duro disimular y solo su mentor, ahora jefe de pediatría, el doctor Alfonso Perea, sabía una parte de la historia.
Llegó al hospital y se dirigió al despacho de Perea. Quería comentar con él la situación de Hugo y lo acontecido en su última guardia. Antes se pasaría por la UCI para que la jefa de enfermeras, Teresa, le diera los informes del día anterior. Teresa era seria y borde, aunque con ella siempre trataba de ser lo más cariñosa posible, lo conseguía a duras penas.
Al entrar en la UCI vio en una cama a Hugo. El niño aún tenía respiración asistida, pero Ana, la auxiliar de guardia, le comentó que se encontraba estable y  lo más probable era que se la quitasen esa misma noche.
No encontró a Teresa y fue a buscarla a la UCI de adultos. Entró en el despacho desde el cual se podía observar toda la sala. Se le encogió el corazón cuando en una cama vio a una mujer en estado de coma. Junto a ella estaba el padre de Hugo con la mano de la mujer entre las suyas y su frente apoyada en ella. Pobre hombre, la vida era muy cruel con él, su mujer y su hijo en la UCI.
Cada día estaba más convencida de que la vida era una broma muy pesada.
Teresa entró, le dio los informes y Mandy se fue al despacho del doctor Perea.
Cuando llegó, de inmediato llamó a la puerta.
—¿Se puede, doctor Perea?
—Pasa, ¿cuántas veces te tengo que decir que en privado me puedes llamar Alfonso?
—Lo sé Alfonso, pero no me acostumbro.
—Siéntate, te esperaba. Antes de nada, ¿cómo estás?
—Bien, dentro de lo que me permite la situación.
—¿Algo qué deba saber?
—Bueno… Nando se presentó el domingo en mi casa y me pidió perdón. Le dije que todo había acabado, se puso violento como en otras ocasiones y me amenazó. Gracias a Dios, un amigo llegó en ese momento y la cosa no paso a más.
Mandy bajó la cabeza. Sabía que a Alfonso no le hacía gracia la situación y hacía años que la instaba a que lo denunciara.
—Pero ¿estás bien?
—Sí, no pasó nada. Ayer me llenó el buzón de mensajes de voz y bueno, no sé qué dirán pues los he borrado sin oírlos.
Perea se levantó y fue directo a sentarse en la silla a su lado.
—Mandy, tengo que contarte algo.
El doctor le explicó que se había enterado de que la comisión del hospital había recibido una denuncia por abusos sexuales de una paciente. Investigaban a Nando y, en breve, lo suspenderían de empleo y sueldo.
Si eso llegaba a pasar, la situación se pondría fea, sobre todo para Mandy, debido los brotes de violencia que él tenía.
Mandy cerró los ojos, ¿cómo podía haber llegado Nando a semejante situación? Era un médico de éxito, todo el mundo lo calificaba de eminencia y si seguía así, en breve lo ascenderían. Lo buscaban de los hospitales más prestigiosos. Estaba apenada por él, sentía el sabor de una pequeña derrota por no haber sido capaz de apartarlo de todo aquello.
El hombre del que ella se prendó, desde luego no tenía nada que ver con lo que las drogas y las malas compañías hicieron de él. Estaba convencida de que ya nada podía hacer por él, que todo empeoraría y no podría evitarlo.
Pensativa salió del despacho, le prometió a Perea que lo mantendría informado en todo momento, debía abrir bien los ojos y tener cuidado por lo que pudiera pasar.
Daniel salió de la UCI cabizbajo, descorazonado, nada resultaba fácil; Maribel no salía del coma, los médicos le decían que era una mujer joven y sana pero que todo podía pasar. Lo mismo seguía en un coma irreversible, que despertar de la noche a la mañana, y nadie le aseguraba las secuelas que le podrían quedar. Y encima Hugo, su niño, también estaba ingresado. La médica de guardia le informó que el niño se encontraba estable, la rapidez con que se actuó haría que Hugo saliera sin consecuencias de ello.
Cuando le dieron el parte médico se quedó más relajado, aunque un poco desilusionado. Lo cierto era que esperaba que fuera la misma doctora que lo atendió quien le informara, pero no fue así. Por eso se dirigió a urgencias para buscarla, no sabía por qué, era extraño que en medio de aquella caótica situación no pudiese dejar de pensar en ella. Ni un segundo, en esas veinticuatro horas, apartó esos ojos de su mente.
Su decepción fue palpable cuando el enfermero le comentó que ella libraba ese día, pero que quizá el siguiente día fuera la encargada de darle el parte.
Caminó sin dejar de pensar en todo aquello cuando, de pronto, al pasar por al lado de la cafetería levantó la cabeza y la vio allí.
Le pareció incluso ver una aureola a su alrededor y se paró en seco para observarla desde la distancia sin ser visto. La miró largo y tendido con su coleta alta, su bata blanca y su fonendoscopio al cuello. Al lado del nombre de la bata llevaba prendido un muñeco que era una cara de payaso. Por debajo de la bata, que iba abierta, se le veían unas piernas perfectas. Vestía una minifalda roja conjuntada con unas botas negras sin tacón y de caña alta. Era perfecta, aún en la distancia y con solo mirarla, notó cómo su pulso se aceleraba y tuvo la necesidad de acercarse a ella, de tocarla. Algo lo paró a la hora de aproximarse. Era raro en él, nunca tuvo problemas con el sexo opuesto.
Mandy estaba apoyada en la barra y tomaba su café pensativa después de la conversación con Perea. Tuvo la sensación de unos ojos clavados en ella. Se giró impulsada por una atracción que la obligaba a darse la vuelta y en ese momento lo vio. Era el padre de Hugo,  impresionante con esos vaqueros ceñidos y un suéter negro con cuello en uve que se ceñía a su cuerpo y dejaba adivinar su musculatura. Sentir su mirada hizo que se ruborizara y de inmediato volvió la cabeza. Lástima que estuviera casado, la verdad, porque era un hombre guapo que la ponía nerviosa y despertaba en ella un instinto que nunca había conocido. «Pero no, su regla número uno era nada de hombres casados y menos con esposas en estado de coma», se recordó.
Aun así se giró para verlo por última vez, pero la decepción se hizo evidente cuando vio cómo él se dio la vuelta y caminó hacia a la salida del hospital.
Sacó el móvil y envió un mensaje a las sex. Llegó el momento de ponerlas al día de la situación. Ya no podía seguir con todo eso ella sola.
Esa noche se reunieron en casa de Ro. Alberto estaba de viaje y Ro no tenía con quién dejar a la niña. Cenaron juntas y más tarde Ro se llevó a Aitana a la cama, que tras dos cuentos y cuatro o cinco canciones, se durmió y permitió a su madre sentarse con ellas.
Mandy comenzó a hablar:
—Chicas, lo primero deciros que me cuesta mucho lo que os voy a contar. Sé que os enfadará el hecho de que lo haga ahora y no años atrás, pero aunque no sea excusa, me daba vergüenza y siempre pensé que podría cambiarlo.
—¿Qué pasa Mandy? ¿Qué te daba vergüenza y qué podrías cambiar? —preguntó Ro.
—Dejémosla hablar —intervino Pat que, más o menos, sabía por dónde iban los tiros.
—No sé por dónde empezar… —se lamentó Mandy, a la vez que algo nerviosa se mordía el labio. Le costaba narrar aquello.
—¿Qué tal por el principio? —la animó Julia.
Empezó a contarles lo que Pat ya sabía pues Álvaro se lo había contado. Luego les dijo lo que Perea le había explicado esa misma mañana. Después, comenzó a contar cómo comenzó todo.
La situación comenzó muy poco a poco. Nando tenía mucha presión en el trabajo, llevaban dos años juntos y su relación parecía no ser tan idílica como al principio. Ella se decía que eso era algo normal, todas las parejas superan pequeñas crisis. Nando empezó a esnifar coca de manera esporádica para poder soportar los largos turnos de guardia. Aunque Mandy no se enteró de eso hasta mucho tiempo después.
Ella lo notaba raro, su carácter cambiaba. Por la mañana, cuando despertaba, era el Nando que siempre había conocido: atento, cariñoso y algo zalamero, pero conforme avanzaba el día se convertía en un ser irritable, descontrolado y malhumorado.
Una noche cuando Mandy recogía la ropa, para poner una lavadora, sacó del bolsillo del pantalón de Nando dos preservativos y una papelina de coca.
Lo primero que le sorprendió fueron los preservativos. ¿Por qué Nando llevaba dos preservativos si ella tomaba la píldora? ¿Y la papelina de coca?
Salió al comedor con ello en la mano.
—¿Me puedes explicar por qué estaba esto en tu bolsillo?
Él se quedó perplejo e intentó reaccionar lo más natural posible.
—Cariño, ¿no pensarás que eso es mío, verdad? Cielito, ¿para qué voy a necesitar yo dos gomas si tu usas la píldora? Y la coca, sabes que yo no necesito semejantes estímulos. Tú eres mi estímulo.
—No me has contestado, Nando. Y, por favor, no te burles de mi inteligencia.
Cuando Nando vio que no fue capaz de convencer a Mandy con sus palabras, cambió de táctica.
—Vale. Los condones son para follar con alguna enfermera cachonda que me deje hacer lo que tú no me permites, y la coca para poder sobrellevar la agonía de vivir con doña perfecta. ¿Contenta?
—¡Así que ahora soy la jodida doña perfecta! —le reprochó desafiante.
Mandy sintió cómo si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago, pues sabía que esa vez sí decía la verdad. Se dio cuenta de lo que ocurría, como ella no quería formar parte de sus juegos sexuales, él se buscaba su propia satisfacción.
—¡Eres un cabrón, hijo de puta! ¡Vete a la mierda!
Y se dio la vuelta lanzándole los condones y la papelina a la cara.
No llegó al pasillo, él la intercepto y con violencia la lanzó contra la pared.
—¿Te crees muy lista, verdad? —le dijo a escasos centímetros de su cara.
—No me creo nada. Nando, suéltame, por favor.
—Así me gusta, nena, que supliques, pero no te voy a soltar –dijo mientras la sujetaba con una mano por debajo de la barbilla y con la otra se desabrochaba los vaqueros—. Me he cansado de tratarte con delicadeza, hoy voy a tratarte como la jodida calienta pollas que eres.
—¿Qué haces, Nando? ¡No, por favor! ¡Me haces daño! —Tembló asustada.
—¿Qué hago? —rugió a escasos centímetros de su cara—. Voy a follarte contra esta pared y enseñarte lo que es satisfacer a un hombre. Hoy me vas a dar lo que yo quiero, nena.
Mandy lloró en silencio con cada embestida, sentía asco y náuseas mientras él la besaba con furia y le mordía el labio inferior. Notó el sabor óxido de su sangre, no soportaba el tacto de sus manos cuando recorrieron y arrancaron su ropa. Cuando él acabó y la vio llorar, se arrodilló delante de ella al darse cuenta de la situación y comenzó a sollozar como un niño.
—Mandy, amor… ¡Perdón! No sé qué me pasa. Ayúdame, por favor, ayúdame —le suplicó entre sollozos y pegó un puñetazo en la pared mientras ella se estremecía.
Lo miró y sin decir nada arrastró sus pies hacia a la ducha. Lloró durante una hora mientras el agua corría por su cuerpo. Sabía que Nando había abusado de ella, pero… ¿cómo contarlo? Era su pareja, nadie la creería. Además, él estaba arrepentido, ella lo quería y sabía que pasaba por un mal momento.
Tras relatar uno de los peores momentos de su vida, Mandy respiró y limpió sus lágrimas.
Sus amigas alucinaron y no pudieron dar crédito a lo que escuchaban.
Ro, que la tenía cogida de la mano, habló:
—Pero cielo, ¿cómo has pasado por esto tú sola? Sabes que nosotras te creeríamos.
—Lo sé, pero no podía. Miles de veces os lo intenté contar pero fui incapaz, me hacía daño incluso recordarlo. Era menos doloroso fingir que no ocurría.
Siguió contándoles que después de ese incidente, ella se fue a Ibiza con la excusa de ver a sus padres. Necesitaba pensar, tomar distancia. Fue aquella vez que él se presentó en Ibiza para sorprenderla, fue hasta la casa de sus padres, llenó la vivienda de rosas y gritó a los cuatro vientos que no podía aguantar la distancia porque su corazón se paraba si ella no estaba cerca.
Aquello, que a su madre y a sus amigas les pareció tan romántico, no fue más que un episodio terrorífico en su vida. Pero su arrepentimiento la conmovió y decidió darle otra oportunidad.
La relación siguió, pero Nando continuó tomando coca. Después de ese día volvieron a acontecer otros momentos violentos en los que él gritaba, rompía cosas o la maltrataba psicológicamente; le gritaba que era una frígida, que no sabía que había visto en ella, pues según él era la clase de mujer en la que nadie se fijaba.
El doctor Perea se enteró cuando uno de los ataques verbales fue delante de él, en una de las salas del hospital. De ahí que fuera el único que estaba al tanto de todo.
Como solía pasar, él siempre se arrepentía, ella le perdonaba y le juraba que lo ayudaría. Así pasaron los años. En cierta ocasión, incluso le propuso ir a un club de intercambio, se negó y él le hizo un gran desprecio.
Mandy supuso que Nando no era fiel, pero no fue hasta ese mismo día en que lo pilló cuando su mente hizo clic y le gritó basta.
En ese momento llegó un mensaje al móvil de Mandy.
«Amor, te extraño mucho. Estoy debajo de tu casa, ábreme. Nando».
Por fortuna Mandy no se encontraba allí. Las chicas se pasaron toda la noche dándole vueltas a qué hacer y llegaron a la conclusión de que ella no podía estar sola en su casa.
En casa de Ro era difícil, aunque Aitana estaría encantada. En casa de Julia no era muy conveniente, pues Mandy no quería llevar un cómputo de todos sus polvos semanales. Lo mejor sería que, ya que Álvaro vivía en la finca de Mandy, Pat se quedara con ella y así estaría cerca de los dos.
Mandy despertó esa mañana tranquila, tanto como hacía años no lo estaba. Compartir con las chicas la historia le quitó un peso de encima, sabía que no estaba sola y que todo iría bien.
***
Una semana después, Hugo y Daniel estaban en la habitación de planta. El niño estaba ya en perfectas condiciones, se recuperó del todo y estaban a la espera de que Mandy pasara para darle el alta.
Hugo estaba encantado con ella, durante esa semana hicieron muy buenas migas. Siempre lo trataba con mucha dulzura y le hacía reír con sus bromas. Además, aunque Hugo era solo un niño, no le había pasado desapercibido que a su tío se le iluminaba la cara cada vez que la doctora entraba por la puerta. También observó las miraditas que se lanzaban, parecían los tontitos protagonistas de esas novelas horribles que veía Antonia por la tele.
Daniel estaba nervioso, esperaba cada día la visita de la doctora, sin saber cómo hacer para acercarse a esa mujer. La verdad era que sentía algo diferente por ella, algo que no había sentido nunca por ninguna mujer. Estaba seguro de que ella y su sobrino se dieron cuenta.
Mandy entró en la habitación donde estaban padre e hijo, «serán difícil de olvidar», se reconoció. Hugo era un niño encantador y su padre, aunque estaba fuera de su alcance, llamó su atención desde el primer día con ese conjunto de músculos que invitaban a ser tocados y esos ojos azules que le recordaban al color de su mar mediterráneo; ese mar de un azul intenso, ese mar peligroso y a la vez tentador. «Céntrate Mandy, tienes que hacer tu trabajo», se dijo.
—Buenos días, Hugo, ¿cómo se encuentra hoy mi súper héroe favorito?
—¡Muy bien! Mi papá me ha dicho que hoy, si tú me dejas, me llevará al Bioparc a ver a los leones.
Mandy miró a Daniel, sus miradas se cruzaron y los dos sintieron como, si aún en la pequeña distancia que los separaba, sus cuerpos fueran recorridos por la misma corriente alterna.
—Bueno cariño, yo creo que estás en condiciones de ver leones, cocodrilos, focas y todo lo que quieras, por mí no hay problema.
—¿Y por qué no te vienes con nosotros? Anda, porfa, please.
Daniel sonrió al oír a su sobrino. Había que joderse con el canijo, era digno hijo de su padre. Parecía que intentaba lanzarle un capote con la doctora.
—Papi, ¿puede venir?
—A mí no me importa que nos acompañe.
Nada más decir la frase se reprochó a sí mismo, «menuda frase de mierda tío, así sí que vas tú a conquistar a la doctora, ya podías ser más brillante».
—Hugo, no puedo. ¡Ojalá! Pero hay muchos niños malitos que necesitan que los ponga buenos para poder ir al Bioparc como tú.
—Ohhhhh —se quejó Hugo decepcionado.
El niño estaba seguro de que a su tío le haría muy feliz que ella les acompañara. Aquellos días no lo veía sonreír salvo cuando ella aparecía, a pesar de ser un niño se había dado cuenta de ello.
Mandy se sintió mal al ver la cara de decepción del niño.
—Pero otro día te prometo que mi princesa Aitana, que es la hija de mi amiga, y yo os acompañaremos a que nos enseñes ese león del que hablas.
Dicho esto, se dirigió a Daniel.
—Daniel, ya te he dejado firmada el alta de Hugo. Todo ha sido un gran susto, no ha habido complicación alguna y ya está listo para hacer una vida normal. De todas formas, con el informe que te den pasa por su pediatra habitual y ella le hará el seguimiento.
—Gracias. No sé cómo agradecerte lo que has hecho por Hugo.
—Es mi trabajo, no tienes que agradecer nada.
El silencio se hizo entre los dos, ninguno sabía cómo seguir esa conversación. Ella quería salir de allí, él no entraba dentro de sus planes más inmediatos y si la miraba así empezaría a dudar de ello. Él no sabía cómo hacer para poder quedar con ella después de recibir el alta. Se quedó paralizado sin poder decir nada y antes de que reaccionara, ella se despidió.
—Bueno, campeón, cuídate mucho. Daniel me marcho, debo seguir la ronda. Si necesitáis algo ya sabéis dónde encontrarme.
Dicho eso salió de la habitación y pensó que la frase final no era acertada. En fin, mejor así. Hombres casados fuera de las cestas, nada de frutas prohibidas.


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